jueves, 1 de marzo de 2007

¿Morir de amor?

Según la sabiduría popular nadie se muere de amor. Yo solo conozco a una persona que se murió de ese mal y fue La niña de Guatemala, la que se murió de amor. El poema de José Martí es de los más lindos y de los más morbosos también. (Allí, en la bóveda helada/La pusieron en dos bancos/Besé su mano afilada/ Besé sus zapatos blancos)


Sin embargo, no es tan claro que la gente no muera de amor. El problema es que jamás un médico que se precie, va a diagnosticar un mal de amores crónico y fatal.


Pero hay estudios que indican que un mal de amores mal llevado, mal vivido y mal tratado puede derivar en una severa depresión.


Se sabe que el mal de amores deja a la persona muy desorientada emocionalmente. El aquejado vive sensaciones similiares a la que sufren los abstemios en los primeros días de cura. Porque el amor erótico, cuando se encuentra en su punto más alto, provoca en las personas una alta secreción de endorfinas, la hormona de placer. Si te quitan esa hormona de forma abrupta, quedás hecho un trapo.


Nadie le presta atención al mal de amores. El que lo sufre anda como un desgraciado caminando por las calles, distraído, desganado. A lo sumo, los enfermos de amor consultan algún psicólogo que le recetará las pastillas de rigor. En general esas pastillas son anestesiantes, embotan a la persona, le hace arrastrar la lengua y el panorama se vuelve aún más desesperante.


Los antidepresivos quitan la tristeza, pero también la alegría genuina. Quienes toman antidepresivos saben que no se las tendrán que ver con los agujeros negros de melancolía, pero también saben que no podrán alcanzar los picos de placer que regala el sexo.


El camino más corto y a la vez más largo para superar una pena son las drogas, que le hacen a uno olvidar la mezquindad y crudeza de la realidad que le rodea.


Curar una pena de amor como Dios manda, sin drogas y sin pastillas es una tarea difícil, ingrata y solitaria.